Se aconseja hacer testamento por una razón muy clara: es la única manera para poder disponer realmente de lo que se tiene. En caso contrario, se hace una declaración de herederos ante notario y se aplica el orden sucesorio establecido por el Código Civil. Según su jerarquía, si hay hijos y descendientes, estos lo heredan todo. En su ausencia, les tocaría a los padres y ascendientes, y solo si no hubiera ningún familiar que se pudiese adscribir a una de estas categorías heredaría el cónyuge. Si tampoco existiera marido o mujer, entonces subintrarían los colaterales (desde hermanos a primos o sobrinos) hasta el cuarto grado y, en última instancia, el Estado.
El derecho no entiende de sentimientos, y quien sale más perjudicado por este esquema por defecto es el cónyuge. “Si hay hijos, va todo a ellos en partes iguales y el cónyuge solo tiene el usufructo de la herencia; si no hay hijos, los padres o ascendientes reciben la herencia y el cónyuge tiene el usufructo de la mitad.
Por esta asimetría en el trato del cónyuge, el testamento más común es el que se conoce como del uno para el otro, y después para los hijos. Con esta fórmula, cada uno otorga testamento y atribuye al otro el usufructo universal de sus bienes: el viudo o viuda seguirá disfrutando del patrimonio del difunto —que no podrá vender sin el consentimiento de los hijos—, y solo cuando fallezca los hijos recibirán su parte.
El tipo de testamento más común es el denominado abierto, que se hace en escritura pública ante notario, quien se encarga de conservarlo en total confidencialidad e inscribirlo en el Registro General de Actos de Última Voluntad. Solo hace falta acudir con el DNI y contar cómo se quieren repartir los bienes, sin necesidad de hacer un inventario.
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